domingo, mayo 11, 2008

El alzamiento del 2 de mayo

No fue un hecho singular, y es algo que ha ocurrido a lo largo de la historia. Los pueblos son orgullosos, creen en su forma de ser y gustan de ser como son. Una especie de sentimiento atávico le une a sus semejantes, y por lo general seguirán siempre a un líder de su misma sangre antes que a uno extranjero. Poco importa que una dominación extranjera traiga consigo progreso y nuevas miras para el futuro. Es mejor ser libre y pobre que rico y cautivo.
Ése era el sentir de la mayoría del pueblo español a principios del siglo XIX. El juego político de Napoleón que llevó a su hermano José a ocupar el trono de España constituía un paso adelante hacia un Estado más moderno, libre de las recias ataduras del Antiguo Régimen, aunque fuera bajo el yugo de una potencia extranjera. El ocaso de los Borbones era evidente, y a pesar de sus prometedores inicios el gobierno del rey Carlos IV había conducido a varios desastres como una fallida guerra con Portugal o una profunda crisis económica, mientras Manuel Godoy y la Reina Maria Luisa gobernaban en connivencia (y quién sabe si algo más) desplazando al pobre rey, quien tras intentar dar un golpe en la mesa y apartar a Godoy fue obligado por Napoleón a restituirle y a formar filas junto a Francia en la guerra contra Inglaterra, lo que condujo al ocaso de la Armada española en la batalla de Trafalgar.
La esperanza del pueblo se encontraba en el joven príncipe Fernando, un inútil egoísta e incapaz que sin embargo gozaba de una increíble popularidad entre sus súbditos. Una vez Carlos IV abdicara en su hijo el pueblo español acogió con entusiasmo al nuevo rey. Tal vez Fernando VII fuera un rey incapaz, pero era "nuestro" rey. Y eso es algo que Napoleón no supo ver ni comprender. Pero antes de seguir, veamos los antecedentes que condujeron a los sucesos del 2 de mayo.

A comienzos del año 1808 Europa se halla bajo la égida del autoproclamado emperador Napoleón Bonaparte, un genio militar que se ha convertido en una amenaza para las viejas coronas europeas y para la independencia de los pueblos del Viejo Continente. Sus victorias en Italia, Prusia, y Austria le han despejado el camino para enseñorearse del continente. Los derrotados rusos se han replegado a sus fronteras, lamiéndose las heridas. El último enemigo de Napoleón se halla al otro lado del Canal de la Mancha. De forma casi insolente Gran Bretaña se sigue resistiendo a los designios del gran corso. El emperador está resuelto a poner el pie en el reino del cada vez más débil Jorge III. Pero Trafalgar dará al traste con sus planes de invasión. En vez de ello Napoleón declara un embargo total por el cual todo comercio o comunicación entre el continente y Gran Bretaña queda prohibido.
Muchos son los países, entre ellos España, que acatan el mandato imperial. Los hay, sin embargo, que desafían la voluntad del Emperador y siguen comerciando con Gran Bretaña. Es el caso de Portugal, tradicional aliada de los ingleses, la única nación que desafía abiertamente a Francia. Desde el exilio en Brasil el príncipe regente, el futuro Juan VI, gobernaba los asuntos de Estado de la rebelde Portugal. Napoleón decide entonces atajar de raíz el cabo suelto de Portugal mediante una invasión. Pero antes debe resolver el problema de cómo llevar a sus tropas hasta allí.

No será difícil para el emperador persuadir a Carlos IV y a su valido Godoy para que firmen el Tratado de Fontainebleu, por el cual se permite libre acceso a las tropas francesas a través de la península y se acuerda una invasión conjunta de Portugal tras la cual el reino luso será repartido entre Francia y España. El tratado se firma el 27 de octubre de 1807 mientras los soldados franceses al mando del general Junot comienzan a cruzar España y a tomar bastiones importantes y estratégicos nudos de enlace. Lo mejor del ejército español marcha a la guerra junto a Francia. A finales de noviembre Portugal ha caído. Pero a pesar del éxito en Portugal más y más tropas francesas siguen llegando a la Península. No sólo Portugal está en manos francesas. Sin librar un solo combate España ha entrado a formar parte del glorioso imperio francés.

En los primeros meses de 1808 el número de franceses en la Península asciende a unos 65000. La ocupación francesa es altamente impopular, lo que se suma al hastío de los españoles hacia el gobierno de Godoy. Demasiado tarde comprenden Carlos IV y su valido las consecuencias de su pacto con Francia. En marzo de 1808 la familia real se traslada a Aranjuez, como previo paso para una posible huída hacia las Américas vía Sevilla.
La Corte no está unida. Tampoco lo está España. Una minoría de ciudadanos españoles ven con nuevos ojos el gobierno francés. Consideran que Napoleón, aunque autoritario, representa los valores de la Ilustración y la Revolución, del laicismo y el progreso, y creen que bajo su mano España saldrá por fin del atraso crónico que viene padeciendo desde siglos atrás. Pronto se conocerá a quienes así opinan (en su mayoría intelectuales y algunos nobles) como "afrancesados". Frente a ellos se sitúa la gran mayoría del pueblo llano, el Clero y la vieja aristocracia, que ven en Napoleón a una amenaza. Dentro de la corte este último modo de pensar es defendido por el joven heredero Fernando y sus acólitos. Sus partidarios, sabiendo ya de la marcha de la Familia Real, se congregan el 17 de marzo frente al Palacio Real y asalta el palacio de Godoy. Es apresado el 19 y casi llevado al linchamiento. Fernando le recluye en el castillo de Villaviciosa de Odón.
El motín de Aranjuez es aprovechado por el ambicioso heredero para dar un golpe de Estado. Godoy ha caído tras el levantamiento popular. Entonces Fernando obliga a abdicar a su padre. No teniendo otra opción, éste accede. Mientras el nuevo rey, Fernando VII, acude a Madrid para tomar posesión del trono, el viejo rey y su esposa se acogen a la protección francesa que les brinda el general Murat, quien tras los acontecimientos de Aranjuez ha ocupado Madrid y sus alrededores con 50.000 hombres.
Tras ser proclamado por el pueblo, Fernando VII es llamado por Napoleón para tener una entrevista, que finalmente se celebrará en Bayona. Mientras el depuesto Carlos IV, un hombre a la vieja usanza, trataba de comprender cómo podía haberle traicionado todo un emperador y además su propio hijo, éste cruza la frontera francesa el 20 de abril. Llega a Bayona diez días después. Allí será retenido. Será el comienzo de un exilio de 6 años.

Por toda España crece la inquietud y la indignación. ¿Qué pasa con el joven rey, Fernando VII, "el Deseado"? ¿Por qué no se encuentra en Madrid? ¿Ha sido apresado por el corso? Los seguidores del joven rey, los fernandinos, emprenden una campaña de instigación contra los franceses. El boca a boca lleva la noticia por todas partes. ¡Napoleón se está llevando a la Familia Real fuera de España! Al llegar el mes de mayo tan sólo restaban en Madrid los infantes como única presencia real en la capital. La tensión creciente se podía palpar. El primer día de mayo el Conde de Berg es insultado a su paso por la Puerta del Sol.

2 de mayo, nueve y media de la mañana. Un carruaje para frente al Palacio de Oriente. El gentío se agolpa para ver qué sucede. La reina de Etruria es sacada del palacio y conducida al carruaje. Llegará un segundo coche. ¿Se van a llevar también al infante Francisco de Paula? Desde las primeras horas de la mañana los fernandinos han acudido al palacio para controlar todo posible movimiento. Entre ellos se encuentra José Blas Molina, un cerrajero que comunica que no se puede permitir tal afrenta. Al grito de "¡Muerte a los franceses!" trata de penetrar en el palacio. La chispa está a punto de encenderse. Un mayordomo de palacio se asoma a una ventana. Su grito será el comienzo de una revuelta que hará historia: "¡Vasallos, tomad las armas, que se llevan al infante!". Los allí congregados asaltan el palacio, gritando "¡Que nos lo llevan!". La noticia recorre todo Madrid. Hay que impedir que los franceses se lleven al infante. Los disturbios se multiplican. Cuando el clamor revolucionario llega a oídos de Murat éste manda a un escuadrón de granaderos y varias piezas artilleras al Palacio, donde sin dudarlo abren fuego contra la multitud. Ya no hay vuelta atrás. Madrid se ha alzado contra el opresor extranjero.

En los primeros momentos tras los disturbios se abre la caza del francés. El pueblo, armado con lo que más tenía a mano, fueran trabucos, navajas o cuchillos, acaba con cualquier francés con el que se encuentran en la calle. Se producen momentos de caos.
Mientras corre la sangre española y francesa en las calles de la capital, los 3.000 milicianos españoles que se encuentran acantonados en la capital no intervienen. Tienen ordenes estrictas de permanecer en sus puestos. Aunque a título personal hubo un puñado de soldados y oficiales que tomaron las armas contra los franceses, la mayoría de tropas españolas permanecerán impasibles. Tampoco la aristocracia madrileña moverá un dedo. El alzamiento del 2 de mayo será llevado a cabo por el pueblo, por una, en realidad, no demasiado grande porción del pueblo. Los ciudadanos de a pie, solos, se enfrentarán al mejor ejército del momento.

Murat dispone de diez mil soldados en la ciudad, más veinte mil más en los alrededores. Con una total coordinación las tropas francesas acuden a la capital desde todos los puntos cardinales. A través de las calles de Alcalá, Carrera de San Jerónimo, Toledo, Fuencarral, la calle Mayor... poco a poco las tropas de Murat van sembrando de muertos la capital mientras empujan a los insurrectos en dirección a la Puerta del Sol y otros puntos estratégicos de la ciudad. Hacia las doce del mediodía varios miles de madrileños se hallan cercados en la Puerta del Sol. Los franceses observan. Es la calma antes de la tormenta.
Es entonces cuando los temibles jinetes mamelucos entran en acción y tratan de aplastar a un grupo de rebeldes, como inmortalizaría Goya en su famoso cuadro. Los mamelucos no tienen piedad, y tampoco la muestran los españoles. Los jinetes que son descabalgados son literalmente destrozados. Para los alzados españoles los mamelucos se convertirán en una presa codiciada. Pero la aplastante superioridad francesa y su armamento superior terminará por prevalecer. Hacia la una del mediodía la revuelta está prácticamente aplastada.

El hecho singular y tan improvisado del alzamiento popular convirtió el 2 de mayo en todo un conjunto de pequeñas e interesantes historias de gentes (anónimas o no) que decidieron salir a la calle y combatir el francés. Es el caso de los presos de la Cárcel Real, que enviaron un escrito al director de la prisión, en el que decían: "Abiendo advertido el desorden que se nota en el pueblo y que por los balcones se arroja armas y munisiones para la defensa de la Patria y del Rey, suplica, bajo juramento de volber a prisión con sus compañeros, se les ponga en libertad para ir a esponer su vida contra los estranjeros." El director accedió. Sin contar a los muertos y heridos, sólo uno de los presos no cumplió su palabra. O el de la joven bordadora Manuela Malasaña, quien se unió a la defensa del Parque de Artillería de Monleón (la actual Plaza del 2 de Mayo) que fue apresada y ejecutada por portar supuestamente un arma mortal, unas tijeras. Su gesta fue recompensada por Madrid al nominar a todo un barrio con su apellido.

La toma del Parque de Artillería tuvo como principales actores a dos bravos soldados españoles, Pedro Velarde y su amigo Jacinto Ruiz, quienes acudieron con un puñado de cadetes al citado Parque donde convencieron a Luis Daoíz, al mando de la plaza, para que armara al pueblo y se apostara a la defensa. Daoíz accedió, y junto a Velarde y el resto de soldados y civiles ofrecieron una dura resistencia frente a una división wesfaliana al mando del general Lefranc, aun con la partida perdida de antemano. El Parque de Artillería fue tomado, tras varias cargas, pero la memoria de Velarde y Daoíz perdura hoy en día en monumentos y estatuas, como por ejemplo en uno de los leones que guardan la puerta del Congreso de los Diputados.

Cuando ya las refriegas comenzaron a cesar, eran miles los madrileños que yacían en las calles, como miles eran los prisioneros. Las bajas francesas se estiman entre 145 y 300. Aquel fatídico 2 de mayo el pueblo se llevó la peor parte.
La tarde del 2 de mayo Murat firma un decreto que crea una comisión militar, presidida por el general Grouchy para sentenciar a muerte a todos cuantos hubiesen sido cogidos con las armas en la mano. Se declara ilícita cualquier reunión en sitios públicos y se ordena la entrega de todas las armas, blancas o de fuego. Lamentablemente dichas medidas tuvieron buena acogida entre las clases más altas.
Al caer la noche ya se pueden oír los fusilamientos de prisioneros en lugares tan conocidos hoy como el Prado o en los campos de la Moncloa. Goya, de nuevo, será testigo de estos hechos, y dará cuenta de ellos en sus lienzos. Murat fijó una represión brutal como ejemplo y castigo. Pero el efecto de su medida fue totalmente contraria. Los fusilamientos de mayo y los hechos de aquel día enardeció a todo el país.

Varios miles de refugiados, fueran villanos o hidalgos, escaparon de Madrid en todas direcciones. Un grupúsculo de huidos llegaron al pequeño villorrio de Móstoles, que contaba con dos alcaldes, Andrés Torrejón y Simón Hernández. Los huidos narran los hechos acaecidos en Madrid ese día. Los dos alcaldes se deciden a hacer una proclama llamando a los españoles a tomar las armas. Un escapado de Madrid, el andaluz Pedro Serrano, gran jinete, es comisionado para que lleve el mensaje hasta Talavera. Serrano, como si de una moderna Maratón se tratara, cabalga en una sola jornada 186 km hasta llegar a Talavera, donde entrega el mensaje. El alcalde de la ciudad moviliza a sus tropas. Mientras, Serrano rehusa descansar y sigue camino hacia Cáceres. Cabalga toda la noche hasta que en Casas de Miravetes su caballo desfallece. Los lugareños que se interesan por él conocen la noticia y muy pronto se comienzan a hacer copias de la proclama. Por toda España ciudades y pueblos se alzan contra el invasor. En pocas semanas casi cuarenta mil españoles se han echado al monte. La Guerra de Independencia española ha comenzado. Junto a ciento diez mil soldados españoles, desperdigados por toda la Península, varios miles de guerrilleros emprenderán la lucha contra las tropas de Napoleón. En julio de 1808 Bailén será la primera derrota francesa desde la irrupción de Bonaparte en el panorama europeo. Será el comienzo del fin para el emperador corso.

El 2 de mayo marcó también el inicio de una nueva era para España. Las reformas de José Bonaparte fueron bien acogidas por parte del pueblo español, y mientras se libraba la Guerra de Independencia hubo quienes se preocuparon por el futuro del país tras la guerra. En 1812 se proclama la primera constitución española, la famosa "Pepa", una constitución de corte liberal que tendrá una corta vida. A su regreso a España en 1814 Fernando VII derogará la constitución de 1812, pero el sabor de las mieles liberales ya no podrían borrarse. Tras el 2 de mayo España entrará en la Era Contemporánea, una era marcada por dos Españas, la liberal que puja por nuevas reformas y la conservadora que desconfía de cualquier nuevo cambio. Con todo, el país irá dejando atrás el Antiguo Régimen, avanzando arduamente y no sin luchas ni pesares hacia la España que hoy conocemos. Y todo comenzó hace 200 años, cuando una mañana del 2 de mayo el pueblo de Madrid quiso impedir la marcha del infante Franciso de Paula.

miércoles, mayo 07, 2008

Ignaz Semmelweis

Ignaz Semmelweis nació un verano de 1818 en Buda, en pleno corazón del imperio austro-húngaro. Quinto hijo de un próspero comerciante alemán, frustró los deseos de éste de que se convirtiera en abogado, mostrando más interés por la medicina.
Estudió en Viena y Buda, y tras obtener el doctorado en obstetricia, Semmelweis obtuvo un puesto de ayudante en el Hospital General de Viena. Muy pronto comenzará a trabajar en la Maternidad del hospital.
Hasta aquel entonces traer un niño al mundo había sido un riesgo para la salud de las madres, y a mediados del siglo XIX la situación no era diferente. Ignaz Semmelweis se preocupó por la alta tasa de mortalidad entre las parturientas, a causa principalmente de la fiebre puerperal. La horrible cifra de muertes que podía llegar en ocasiones al 90% decidió al doctor húngaro a averiguar la causa.
La Maternidad del hospital vienés estaba dividida en dos pabellones al cargo de dos médicos diferentes. En el primero las madres eran asistidas principalmente por médicos y estudiantes de medicina, mientras en la segunda los partos solían estar a cargo de las tradicionales matronas.
Realizando estudios y observando estadísticas, Semmelweis no dejó de notar que en el segundo pabellón la tasa de mortalidad era muy baja. Intrigado, comenzó a atar cabos, y fue la trágica muerte de un amigo lo que le puso en el camino correcto. Su compañero Jakob se había cortado realizando la autopsia a una de aquellas mujeres, y poco tiempo después falleció, mostrando una patología alarmantemente similar a la de las parturientas.
Semmelweis, como seguramente ya había sospechado, cayó así en la cuenta de que el mal es transportado de alguna forma por los médicos y estudiantes entre los pacientes. Faltaban aún años para que se hablara de gérmenes y contagios, pero Semmelweis había abierto una puerta a una de las prácticas esenciales de la medicina moderna, la esterilización.
¿Por qué aquella diferencia en las tasas de mortandad en los dos pabellones? El doctor húngaro obtuvo la prueba definitiva cuando comprobó que las muertes aumentaban en el segundo pabellón cuando los estudiantes trabajaban allí eventualmente.
Ignaz Semmelweis descubrió horrorizado que tanto él como los médicos y estudiantes habían sido los responsables de tantas muertes. Mientras los médicos no limpiaban el instrumental tras tratar a cada paciente, ni se lavaban las manos, la ancestral práctica de las matronas, mucho más higiénica, evitaba que las madres sucumbieran a las infecciones del post-parto.
El superior de Semmelweis, el doctor Klein, no dará crédito a la teoría del húngaro, con lo que las muertes siguieron sucediéndose. Desesperado, Semmelweis instaló lavabos y obligó a estudiantes y médicos a lavarse las manos así como el instrumental tras cada intervención. Un airado Klein se deshará de Ignaz Semmelweis, quién pondrá en práctica sus teorías en el segundo pabellón.
En los siguientes años se reduce la mortalidad de las parturientas bajo la supervisión del húngaro, quedando demostrado que la higiene ayudaba a salvar vidas. Sin embargo la orgullosa comunidad médica se negó a aceptar la realidad, no pudiendo aceptar que unas simples matronas fueran más efectivas que ellos. Por otro lado, Semmelweis no pudo explicar concienzudamente las causas de su descubrimiento. Sería el francés Pasteur quién años más tarde daría la explicación científica para lo que el húngaro había observado en Viena.
Semmelweis regresó a Hungría, donde siguió con sus prácticas de higiene médica que pronto se hicieron populares por todo el país, mientras el resto de Europa ignoraba sus descubrimientos.
Sus tristes últimos años, llenos de desesperación y demencia, acabaron tras su fallecimiento en 1865, rodeado de ignominia, burlas y envidias. No sería hasta algunas décadas después que su buen nombre sería restituido por los trabajos de Pasteur y del cirujano Joseph Lister, padre de la cirujía moderna.

domingo, mayo 04, 2008

Yarmuk

Cuando pensamos en batallas decisivas para la historia no suele figurar el nombre de Yarmuk, sin embargo supuso un punto de inflexión que marcaría el destino de Occidente durante los próximos diez siglos.

Mahoma
había fallecido unos pocos años atrás. Los árabes musulmanes, surgidos de la desértica Arabia, comenzaban a avanzar por todo Oriente Medio. El Imperio Romano oriental, más conocido como Imperio Bizantino, había perdido Siria y la plaza fuerte de Damasco hacía tres años, en el 633. Palestina y la zona del Jordán no tardaron en caer en manos musulmanas.
El emperador bizantino Heraclio comenzó entonces a reunir un gran ejército para expulsar a los musulmanes del territorio imperial. El tamaño de dicho ejército es fruto de controversia, y se han barajado cifras desde los 20.000 a los 100.000 hombres. Lo que es seguro es que el ejército de Heraclio era una mezcolanza de nacionalidades e intereses que no ayudaría a la causa imperial. El rey de Armenia, Jaban o Mahan, fue nombrado comandante en jefe.
Para enfrentarse a esta formidable fuerza los musulmanes contaban con menos tropas, divididas en cuatro ejércitos repartidos por Palestina, Jordania, Caesarea y Emesa. El plan de Heraclio era aprovecharse de esta situación y, uno por uno, acabar con todos los ejércitos musulmanes.
Las fuerzas imperiales comenzaron su avance al finalizar la primavera del 636. Los musulmanes lograron conocer los planes del emperador, por lo que, siguiendo el consejo del general Jalid ibn al-Walid, las fuerzas de Siria y Palestina se replegaron para presentar una mejor defensa a la gran masa de tropas enviada por el emperador. En las estribaciones del río Yarmuk el ejército musulmán levantó una serie de campamentos y esperó a su enemigo.
Heraclio intentó negociar con los musulmanes sin resultado alguno. Aunque inferiores en número, las tropas de Jalid ibn Walid tenían una moral inquebrantable basada en la fe que profesaban al profeta Mahoma.
Los cuatro ejércitos de Jaban se desplegaron a lo largo de la planicie, formando una larga línea de varios kilómetros. Tras un consejo entre las autoridades musulmanes, Jalid ibn Walid, conquistador de Bagdad, fue elegido comandante en jefe. Reorganizó al ejército en regimientos y guardó a parte de la caballería ligera musulmana como reserva.
Durante seis días el ejército imperial y las tropas musulmanes se batieron incansablemente, sin apenas descanso. Los primeros ataques de Jaban fueron rechazados, pero en el tercer día de combates la superioridad bizantina logró poner en retirada a parte de los musulmanes. Sin embargo Jalid reaccionó rápidamente, y utilizando su reserva de caballería logró estabilizar la situación y rechazar nuevamente a las fuerzas de Jaban. Las bajas fueron muchas en ambos bandos.
Cuando los armenios, apoyados por los musulmanes cristianos de Jabla, lograron romper las líneas musulmanas, Jalid ibn Walid taponó la brecha con su reserva de caballería. El ala izquierda estuvo a punto de sucumbir ante el empuje bizantino, pero Ikramah bin Abu-Yahal, al mando de un regimiento musulmán que había jurado morir antes que retroceder, logró resistir hasta que el ataque fue contenido. Pocos fueron los soldados del regimiento que sobrevivieron.
El último día de batalla unos agotados bizantinos se dispusieron de nuevo a hacer frente a los musulmanes. Jalid ibn Walid atacó con infantería y caballería el ala izquierda bizantina, mientras que con un regimiento de caballería mantenía a raya la caballería bizantina que debía apoyar a los eslavos que componían dicha ala. Jaban trató de reunir a su caballería y rechazar el ataque, pero Jalid fue más rápido y atacó con su caballería a unos caballeros bizantinos tratando de presentar una formación compacta. La caballería bizantina se batió en retirada, con lo que los musulmanes se concentraron en atacar al grueso del ejército de Jaban, los armenios. Sin apoyo de la caballería, y prácticamente rodeados, los recios armenios no tuvieron más remedio que retirarse también. El ejército bizantino comenzó a disgregarse.
La mayor parte de tropas imperiales trataron de salvarse alcanzando un vado cercano, pero Jalid había apostado la noche anterior a 500 caballeros para cortar la retirada a los bizantinos. Los musulmanes finalmente pusieron a las fuerzas bizantinas contra el Yarmuk, con lo que un caos absoluto se apoderó de las fuerzas de Jaban. La batalla estaba perdida para los bizantinos; Jalid ibn Walid, que se había mostrado como un gran táctico, había llevado a sus tropas a la victoria. Finalizada la batalla, Jalid logró dar alcance cerca de Damasco a Jaban y las pocas tropas que habían podido huir. Los musulmanes atacaron y acabaron con Jaban y sus supervivientes. Damasco estaba de nuevo en manos de los árabes.
Las consecuencias de la batalla fueron muchas. Pocos años después Bizancio perdía el control del vital y estratégico Egipto, lo que abrió la puerta del norte de África a un rápido avance musulmán que culminó con la invasión de la Península Ibérica en el 711. Anatolia (la actual Turquía) se convirtió en frecuente zona de pillajes y ataques musulmanes, y la propia capital del Imperio, Constantinopla, llegó a ser puesta bajo asedio, en el primero de los muchos intentos de tomar la capital. El abocamiento de recursos para frenar a los musulmanes abrió las puertas de los Balcanes a diversos pueblos eslavos.
En general, las grandes ciudades desaparecieron, como lo habían hecho en el Imperio Occidental, en favor de pequeños bastiones y castillos, más fáciles de defender. La cultura romana cayó así en un lento proceso de degradación. Y, sobretodo, Yarmuk significó la irrupción del Islam en Occidente, iniciando una confrontación cultural, política y militar que dura hasta nuestros días.